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Nos cuesta entenderlo…

La gente llegaba por la avenida principal, por las calles laterales y por los callejones escondidos. Emergía en grupos incontables desde bares y restaurantes y se juntaban con humanos de todas las edades posibles. La muchedumbre se abigarraba allá adentro, con aquella pasión que solo se puede sentir en aquel quimérico motivo.

Fue un desborde, un fervor de vida, un acto fuera de la lógica humana; una de esas cosas que hacemos sin saber por qué ni para qué; especialmente esta: para qué. Pero el motivo sí existe. Un motivo que, como el que espera un hijo, se transforma en una hermosa impaciencia. Pero él llegó, y no fue, como dice el lugar común, “un sueño hecho realidad”, sino “una realidad hecha sueño”.

Por eso era extraordinario verlo, tan radiante, tan único, tan de verdad. Estaba ahí, frente a toda la multitud con su inatacable juventud, su don de ídolo: ¿se puede tener esas edad, se puede ser tan joven?…

Es algo que no alcanzamos a entender. Extralimita nuestras fronteras en cuanto a la vida cotidiana, porque es, en su fundamento, un hecho cultural de aquellos confines, una manifestación de una manera de ver la vida en la que reunirse cada sábado o domingo es una costumbre sembrada en lo profundo de cada ser.

Y aunque en algo nos parecemos, o en mucho nos parecemos, hay puntos divergentes. Allá la gente se complace, la gente ruge, la gente se abraza. Y, desde aquella atalaya todo eso siempre está bien. No hay un reproche, todo es un relato común y, como en Hollywood, un final con beso. El hombre está ahí, arropado por el manto del amor colectivo, de una esperanza que a veces, de tan enorme que es, asusta y muerde…

No siempre estas manifestaciones de afectos regresan como llegaron. A veces los caminos son tortuosos, errados, con árboles caídos que evitan el paso. Siempre hay lucha, afanes por sobrevivir, victorias y caídas, pero con la fe puesta en el asta de la bandera. Y en ese andar la importancia de lo que se representa pesa, agobia, obliga a mirar para atrás. Hay a quienes verle el rostro, millones de caras invisibles pero que piden respuestas a aquello en lo que creyeron.

Porque lo que se cree es a veces una utopía, es la meta a lo que no podemos llegar, como el arco iris. Y la utopía, como decía Eduardo Galeano, nos hace caminar detrás de ella, siempre inalcanzable, pero con la convicción de que nos hace vivir. Y así vamos, así van aquellos que se reunieron alguna vez encaramados en el lomo del corcel indómito que, como la gente, tampoco se rinde. Sí, es Kylian Mbappé. De él se trata. De él y de las 80 mil almas reunidas en el estadio Santiago Bernabéu para recibirlo y aclamarlo. Él es el dueño de la esperanza.

Nos vemos por ahí.

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