La célebre frase que acuñó en sus días de el imperecedero entrenador del Barcelona, Johan Cruyff, para defender a sol y sombra el fútbol de posesión que instauró a partir de 1988 en el banquillo blaugrana y que desde entonces se convirtió en el ADN del club, parece encajar también como anillo al dedo al técnico de la Vinotinto sub-17, Oswaldo Vizcarrondo.
A contracorriente de la propuesta reactiva de meterse atrás, aguantar al rival y responder con transiciones veloces para saltar las líneas de presión mediante balones largos en procura de los extremos, que prevalece en la selección mayor y también se inculcó en los equipos menores por los cuerpos técnicos bajo el control del seleccionador nacional, Fernando “Bocha” Batista, la selección de Vizcarrondo es un manantial en el desierto del juego chato.
Nada de salir desde el fondo mandando a todo el equipo al campo contrario para que el arquero saque con un pelotazo para dividir la pelota y tratar de tomar el rebote, con un target men del decimonónico y polvoriento manual de la vieja escuela inglesa.
Ese fútbol desfasado también ha sido descartado del abecedario futbolístico de Vizcarrondo. La propuesta del antiguo defensa central está más cerca de Cruyff, César Luis Menotti y Pep Guardiola, quienes contribuyeron con sus ideas a demoler el juego directo.
Lo que mostró la sub-17 en el pasado Suramericano de Colombia, donde culminó en un inédito tercer lugar y obtuvo el cupo al Mundial de Catar en noviembre, y lo que ha exhibido en los partidos de fogueo como el Torneo Evolución que se escenifica por estos días en el Centro Nacional de Entrenamientos de Margarita, es puro caviar. Los chamos de Vizcarrondo no tienen miedo de jugar un fútbol combinativo ni les quema la pelota Se puede ver al defensa central Marcos Maitán conduciendo en campo contrario a lo Beckembauer o al mediocentro Henry Díaz sacando al equipo con inteligencia y maestría, llevando el ritmo y marcado el tiempo de cada jugada. A Vizcarrondo lo repalda un trabajo táctico en cada movimiento con y sin la pelota que demuestra su conocimiento del fútbol moderno. Es el ADN que se debe transferir a todas las selecciones, empezando por la Vinotinto absoluta, no solo para clasificar a un Mundial sino para competir en cada lance con determinación y alegría.
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Venezuela tiene un ADN futbolístico
El estilo de juego no debería ser una discusión baladí para la selección nacional de fútbol bajo la excusa de que lo único que importa es clasificar por primera vez en la historia a un Mundial de Fútbol. Nadie niega la trascendencia que sería ver a la Vinotinto en la Copa del Mundo de 2026, pero sería un logro aún mayor si no acude a esa cita a esconderse atrás, tirar pelotazos y ligar que Salomón Rondón enganche un centro para poder generar alguna situación de peligro en el arco rival.
Venezuela tiene un ADN futbolístico que se ha expresado y transmitido de generación a generación a través de jugadores de un altísimo nivel técnico como Luis Mendoza, Richard Páez, Carlos “Chiquicahgua” Marín, Nelson Carrero, Stalin Rivas, Gabriel Miranda, Gabriel Urdaneta, Ricardo David, Páez, Juan Arango, Soteldo, Jefferson Savarino, David Martínez y tantos otros nombres; una manera de jugar que Richard Páez bautizó como irreverente.
Los equipos que han sido fieles a un estilo y lo han explotado al máximo son referencias. Brasil dejó de ser la potencia mundial, cuando cambió su jogo bonito por un fútbol vertical sin gracia ni arte. En cambio Argentina volvió a ser campeón del mundo, cuando entendió finalmente que debía rodear a Messi de jugadores sincrónicos que manejaran la pelota como en tiempos de Menotti. Y España enterró su desgastada furia para apostar a la posesión y la maestría de los Xavi, Iniestas y Yamal.
El fútbol nacional posee una historia de juego asociado que hay que defender
Cuando el fútbol venezolano era la nada absoluta a nivel de selección y solo recibía goleadas vergonzosas, los aficionados se enamoraron de un equipo que era todo lo contrario a lo que se veía en la Vinotinto: el Táchira del Carlos Horancio Moreno, el técnico nacido en Argentina, que adoptó a Venezuela como su patria.
Aquel cuadro aurinegro que marcó época en la década de los ochenta, conquistando cuatro estrellas, enamoró no solo a los aficionados del club sino a todo el país futbolístico con su propuesta de juego tan elaborada y que resultaba imposible de ver en la selección nacional, donde todo era agruparse atrás y defender como murciélagos, guindados en el arco.
Su brillante actuación en la Copa Libertadores de 1987, en la que con Pedro Febles, William Pacheco, Miguel González y Carlos Maldonado jugando a un tiqui taca dio un chocolate 3-2 al rey de copas argentino, Independiente de Avellaneda, dejó una marca indeleble en los aficionados aurinegros, que desde entonces defienden un estilo y exigen a su equipo que no solo gane, sino que dé espectáculo.
El Estudiantes de Mérida de Richard Páez también marcó un camino en 1999 con una forma de jugar asociada y un absoluto respeto por el balón, cuidando cada posesión y llenando los ojos de los aficionados mediante ese fútbol irrerevente de toques, desbordes y pases de ruptura que el técnico merideño luego llevó a la Vinotinto para iniciar el boom de victorias con categoría. El Caracas de Noel Sanvicente también alzó la bandera de ese juego sincrónico, donde se aprovecha al máximo la capacidad técnica de los efectivos.
Es falso que el fútbol venezolano no tenga identidad ni estilo. Allí está la historia de Táchira, Estudiantes y Caracas para certificarlo.