Todavía, a más de cinco siglos de la llegada de Cristóbal Colón a América, a los europeos les cuesta entender por qué los muchachos de este continente pueden vencerlos en las canchas de fútbol. Que cómo va a ser posible que los jugadores de estas coordenadas vayan a sus ligas a conjurar hechizos, a dibujar sortilegios en presencia de sus futbolistas de tanto renombre.
No obstante, Europa mantiene su ventaja mundialista. Aunque la victoria de Argentina en Catar2022 acortó la distancia, el otro lado del mar ha ganado doce mundiales, dos más que Suramérica. Por eso es que en Estados Unidos el continente en el que nacemos y habitamos va a estar acechante, listo para dar el zarpazo, desvalijar a los adversarios y colocarse a un cuerpo de distancia.
Fácil, lo que se llama fácil, no va a ser. El fútbol de hoy se ilumina con juventudes, con jugadores veinteañeros a los que el Mundial de 2026 va a tomar en proceso de maduración. Ahí Europa parece tener sus opciones, especialmente con los carajitos con los que les toque jugar; ese tiempo los va a encontrar en plena efervescencia. Vale recordar el partido de hace unos días en el que España y Francia dejaron el pellejo: cinco a cuatro fue el marcador, nueve goles y la impresión de velocidad de luz que por estos lados no se ve con frecuencia.
Los escuadrones bandera de esta geografía están, en ese sentido, algo desprovistas de adolescentes, aunque los argentinos tienen a Franco Mastantuono (diecisiete años de edad) y los brasileños a Endrick con dieciocho. Por estos predios suramericanos también los hay, pero por razones biológicas les cuesta más tiempo que a los europeos llegar a su punto ideal.
Pero, cuidado Europa. Los equipos de esta parte del planeta también tienen sus artimañas: pisar la pelota para que ellos pases de largo es uno de los trucos que hacen del fútbol de América del Sur un misterio impredecible; esconderla entre pierna y pierna para que tengan que preguntarse adónde habrá ido a parar, es otro de los engaños. Son inescrutables, y no hay como los suramericanos para improvisar sobre lo improvisado.
Europa da un Erling Haaland, cañonero insigne, pero mucho les cuesta ofrecer a un Neymar, por citar solo un ejemplo de potencia y fuerza contra vivacidad.
El Mundial de Estados Unidos-México-Canadá podría traer en su vientre asuntos imprevistos. El solo hecho de ser el primero con un carrusel de cuarenta y ocho selecciones ya habla de enigmas posibles, de laberintos indescifrables. Estar allá como jugador, entrenador, dirigente o periodista sería ser testigo presencial de un hecho inédito, un estupendo tema para contar al regreso historias a los amigos. Todo se borrará cuando el Mundial sea de sesenta o de cien, o de todos los países, y los amigos de entonces, con cierta displicencia aunque en broma, nos hablen “de aquel Mundial de solo cuarenta y ocho”.
Las nostalgias de Arango
Juan Arango se mira al espejo y evoca sus días de plenitud. Aquellas horas en las que parecía que la Vinotinto, asida a la ilusión, iba a dar la campanada. Aquel gol triunfal en Barranquilla ante Colombia, aquel otro en Montevideo que hizo llorar al pueblo uruguayo.
Esos reflejos del espejo entristecen al capitán de la selección, tal vez lo hagan llorar de añoranza, porque debió marcharse por los pasillos del retiro sin la gloria mundialista.
Y con él toda una generación de jugadores venezolanos que naufragaron en el océano del fracaso y la impotencia, aquel equipo que levantó los sentimientos del país entero y que durante un tiempo soñó con la gran gesta.
Pero Juan no tiene resentimientos, no guarda en sus entrañas rabia contra nadie; no se pudo, y le quedó el consuelo de haber marcado senderos por donde hoy transita el fútbol venezolano.