No era para menos. Un partido como el del domingo en el estadio de Montjuic era el escenario perfecto para dejar el alma en cada pelota, y no solo por el campeonato en juego, sino por el honor y el antagonismo histórico entre dos divisas que llevan en su memoria y en su versión futbolística Barcelona y Madrid. Los catalanes asumieron el partido conocedores de vivir, por ahora, un peldaño más arriba, y así fueron llevando las acciones no obstante dos goles en contra. Sabían que el fútbol premia, y que su trofeo de vencedores, aunque tardara, iba a llegar.
Fueron dos versiones, dos escuelas en las que el Real Madrid fue a lo seguro y el Barsa a la osadía, cada uno con sus valores, mas todo en apariencia. Allá abajo, donde se cuecen las ideas y donde la urgencia manda, donde viven sus historias centenarias, eran y siguen siendo tan parecidos…
La gestión del partido y el resultado como corolario han sido la metáfora de una situación que, dentro de la lógica casi siempre desatendida por la propia lógica, costaba imaginar. Nos referimos a la debacle, porque para el Real Madrid lo es, de ser una institución de profundas raíces que no se equivoca en las contrataciones así nada más. No obstante, esta vez pasó. Y de plano. Ni Alaba, ni Mendy, ni Tchouameni, ni Rudiger, fueron los caballos de fuego, aquellos con los que el club esperaba continuar su campaña de Atila: donde ellos pisaran no volvía a crecer la hierba.
Solo, y a pesar de algunas insensateces que a veces le salían bien, se ha salvado Eduardo Camavinga. Con toda intención no hemos citado a Kylian Mbappé, criticado porque el madridismo pensaba, con entusiasmo desmedido, que el francés iba ser “el hombre”. Y Mbappé, así se diga lo que se diga de él, ha sido el salvador: el domingo reventó las redes culés con tres goles: ¿alguien quería más? Ahora es el bombardero de la liga, vaya delantero, vaya “fracaso”…
El Barcelona fue un suspiro del noroeste español, una juventud que le ha devuelto al fútbol esa frescura que buena falta le estaba haciendo. El Barsa fue, más que un equipo vencedor, una oleada de alegría, una risotada que contrastó con la seriedad de un rival preocupado por defender su pergamino histórico. El blaugrana fue abanderado por un Raphinha que no se cansa de ser un atacante moderno y eficiente, y por un muchacho que surge de las entrañas de Cataluña para decir que no todo está perdido. Que el fútbol es capaz, todavía, de acercarse al arte, a la estética a que, por grande que sean los intereses que lo rodean, no debe renunciar. Se llama Lamine Yamal, tiene diecisiete años de edad y no solo juega al fútbol: también lo borda, lo entreteje, lo acaricia. Nos vemos por ahí.
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