Recuerdos amables y complacientes, aquellos. Rememoraciones los de este equipo, de esa época que llenó el tremendo vacío dejado por el Marítimo de Venezuela en el fútbol caraqueño. Ya había a quién ir a ver, con quién complacerse en un festivo domingo en la tarde y con el estadio Olímpico poblado con gente de toda ralea.
¡Golazo de Rafael Castellín, otro más de Alejandro Guerra!”. Son cohetes rojiblancos, estruendos de alto voltaje, el Caracas es un vacilón. Darío Figueroa crea y es el arquitecto del medio campo, a José Manuel Rey no hay quien lo desborde en la región de zagueros. Llegar a cuartos de final en la Copa Libertadores fue la consecuencia de aquel quehacer mágico de jugadores que hacían de prestidigitadores y que a cada momento sacaban el conejo del revés de sus sudadas camisetas.
Corría 2009, y llegaba la brega contra el Gremio de Porto Alegre. Partido de ida empate a cero, de vuelta en el estadio Olímpico y uno a uno. Era ese el gol de los forasteros brasileños que sacaba de carrera a los venezolanos, y se escapaba la semifinal que bien merecía. Al final de todo, qué importaba. El escuadrón de la Cota 905 había cumplido con creces el papel encargado como representante nacional. Por entonces Había un fervor popular; se cantaban canciones en el atestado metro porque la gente iba al encuentro con su identidad futbolística, que en aquel momento era también con la entrañable ciudad. Ser caraquista era motivo de orgullo y encuentro para enaltecer aquella condición. De alguna manera había un renacer del fútbol nacional.
El devenir del equipo había sido el corolario de un tiempo, de un grupo de jugadores armado para vencer, como lo había sido el doctor Guillermo Valentiner en su ferviente anhelo de ver al Caracas subir a una cúspide que los nuevos días se han encargado de bajar. Sí, de bajar, pero cuidado, el escuadrón toma impulso y abre el libro que aún tiene páginas por escribir, capítulos enteros que esperan por su vocación ganadora.
Espacios que el Caracas actual trata de revivir. Fernando “Colorao” Aristeguieta, el último ídolo que el equipo haya tenido, hace esfuerzos para levantar el castillo, para afanarse con las condiciones actuales de inversiones medidas en las contrataciones y gastos generales, para poder volver a los días de “vino y rosas”, como dijera el cantor Ismael Serrano.
El Caracas regresa a la Libertadores con renovados bríos, y allí, en ese escenario, irá por la revancha de las últimas y decepcionantes actuaciones del fútbol del país, aquellos marcadores en contra que desdicen de sus aspiraciones y que han tenido en la selección Vinotinto la otra cara.
No será “coser y cantar”, como antiguamente se mentaba por ahí para ejemplificar las cosas fáciles, sino que antes habrá que pulir el diamante. Rescatar del fondo de su historia el valor de la trascendencia. Vamos Caracas.
Tiempo vs. inversiones
En aquellos días de grandeza del doctor Guillermo Valentiner al comando de la institución, contratar a jugadores importantes era hablar y firmar. Por ahí aparecieron Stalin Rivas, que entonces jugaba en Bélgica, y por ese camino llegó José Manuel Rey. No era fichar por fichar, sino que había que armar un cuadro que fuese imbatible en Venezuela y que, traspasando fronteras y navegando mares indómitos, pudiera codearse con la elite del fútbol suramericano.
Y así, fue; solo por ratos, pero así fue. Era fútbol profesional, y no se podía criticar aquello que apuntaba al dinero a gran escala. Se regó por todo el país, y con acento de cierta amargura, llamar al Caracas el “equipo millonario”.
El fútbol de cualquier tiempo ha sido así, ha tenido esa característica; grandes, medianos y pequeños, y las diferencias no dejan de existir. ¿Es injusticia?