Este texto puede correr el peligro de ser confundido con un arrebato de nostalgia. O con el llamado “futurible”, la ciencia que estudia lo que pudo haber sido y nunca llegó a ser.
Sí, porque si echamos atrás el vuelo de la imaginación podemos pensar en la alta valoración a la que se hubiese elevado la cotización de los jugadores venezolanos en el Mundial de 2026. Normalmente, cuando se llega a esa esfera del fútbol el costo en el mercado de los futbolistas se dispara, a veces hasta cantidades siderales. Pongamos un ejemplo: Mundial de Rusia, 2018. En la alineación de Francia aparece un joven de diecinueve años llamado Kylian Mbappé. El carajito crece con los partidos, y cuando los franceses levantan la Copa de Campeones Mundiales, el precio del adolescente ha crecido diez veces: de diez millones de dólares a cien palos verdes.
Pero tampoco es que jugar el Mundial equivale a encontrar el Vellocino de Oro o la Piedra Filosofal. Uno, para convertirse en el hombre más rico del planeta; el otro, para trasformar todo lo que se toque en piedra preciosa o metal dorado. El este caso, el balón. Son incontables los casos de jugadores que han llegado al campeonato mayor con ínfulas de grandeza, pero que el ardor de los juegos ha dejado desnudos y con sus enteros caídos desde lo alto de la montaña al infame suelo raso.
Pero, volvamos a los muchachos de la Vinotinto. Es notable la diferencia entre los jóvenes y los de mayor experiencia, porque aquí entra el juego un valor inestimable en el fútbol: la edad.
El precio de un jugador es calculado, como si fuera un robot, por sus cualidades en el campo y no se toma en cuenta su valor como ser humano. Bueno, es que en realidad esto sería subjetivo: por eso es que su altura en dinero siempre es por lo hecho en cada partido.
Veamos, pues, a la selección. Mientras Jon Aramburu es el más cotizado, 15 millones de dólares, Salomón Rondón, el que se supone el caudillo del equipo, ha bajado a 750 mil. ¿Razón? 23 años contra 36. Ahí está la explicación.
Detrás del lateral derecho de la Real Sociedad figura Jefferson Savarino, que jugando en el Botafogo ha elevado sus enteros hasta 10 millones. Mientras, Yeferson Soteldo, algo caído, aparece con cinco millones, poco para lo que él puede representar.
El asunto está aquí: ¿hasta dónde podrían haber llegado Aramburu, Savarino o Soteldo si en el Mundial se hubiesen transfigurado en baluartes de una Vinotinto victoriosa?
Todo está en la razón de equipo, como tiene que ser en un deporte de solidaridades, pero nada cuesta pensar que alguno de ellos, o quizá varios del grupo podrían haber subido el termómetro de su precio hasta 50 millones de dólares y un contrato para un equipo de enorme calado. Dicen que soñar no cuesta nada, y que llegar al Mundial puede ser más difícil que conseguir el Vellocino de Oro o la Piedra Filosofal. ¿Es tanto así?
Los que nunca pudieron…
Así como el Mundial puede ser consagratorio y elevar al jugador a una estatua de bronce puro en una plaza del país, también es posible conocer de aquellos jugadores que con su fútbol han encandilado a los magnates de las contrataciones, para luego caer barranco abajo por su falta de adaptación o su fútbol fuera de orden.
Fue el caso hace años de Didí, astro brasileño dos veces campeón del mundo, quien luego fuera al Real Madrid a vivir una pesadilla de la que nunca despertó.
Y el del colombiano James Rodríguez, que dio tumbos y pesares en el mismo Real Madrid, Bayer Munich, Everton, Al Rayyan, Olympiakos, Sao Paulo, Rayo Vallecano, hasta recalar en el León mexicano. Pero no ha sido el común.
Lo normal, lo que Dios manda, es que los futbolistas suramericanos porten las banderas triunfales en las duras empresas de las poderosas ligas europeas.
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