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La violencia secular y el fútbol

La violencia que una vez más rebrotó en los estadios de Argentina con el brutal enfrentamiento entre los aficionados de Independiente de Avellaneda y la Universidad de Chile en el estadio Enrique Bochini de Buenos Aires, en el marco de la Copa Suramericana, pone de nuevo el acento en los niveles de salvajismo, brutalidad e intolerancia que habita en las llamadas “barras bravas” de los equipos de fútbol de nuestra región.

¿Qué es lo que mueve a una persona común y corriente, que en su trabajo o en el seno de su familia sería incapaz de matar una mosca, pero cuando acude al estadio y se une a otra grey con la que comparte la pasión por un equipo, sufre una suerte disociación psíquica y se transforma en un ser maléfico, como el señor Edward Hyde de la célebre novela de Stevenson, capaz de las peores atrocidades?

Fue lo que ocurrió de nuevo en el estadio de Avellaneda. Unos aficionados enloquecidos de la U de Chile comenzaron a destrozar el estadio por el simple hecho de dañar al equipo rival, y la hinchada no menos endemoniada de Independiente agredió a los australes en una batalla campal que dejó centenares de heridos.

La violencia, claro está, nunca es justificable, pero hay que hurgar en el origen de tanta enquina sembrada en Suramérica, a lo largo de nuestra historia, para tratar de entender, por qué un partido entre clubes de distintas naciones puede culminar en sangre. En Argentina y Chile el odio de la élite política y económica contra los pobres y los distintos es ancestral. La matanza de indios en ambos países para despojarlos de sus tierras en el siglo pasado, como ocurrió en las pampas del Río de la Plata, y la persecución de la que siguen siendo víctimas los Mapuches en Chile es una muestra de esa violencia sistemática.

En Argentina hoy gobierna un orate cuyo símbolo de gobierno es una motosierra con la que amenaza descuartizar a cualquiera que se oponga a sus planes de echar a millones de trabajadores a las calles. Y en Chile es notoria la campaña de animadversión y xenofobia sembrada por los medios de comunicación contra los venezolanos, razón por la cual la principal promesa de los nuevos candidatos a ocupar la presidencia en ese país es la de limpiar al país de extranjeros. Los barras bravas del fútbol también son la siembra de esa violencia de estado.

Tipos perseguidos por la pobreza, la marginalidad y amenazados por los descuartizadores de planes sociales; hinchas que cargan con su miseria, frustración y desesperanza a los estadios de fútbol y terminan expresando su rabia secular contra todo rival que se le atraviese en el camino.

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La mejor vacuna contra las barras

Para curarse de la violencia en las gradas el fútbol ha producido sus propios anticuerpos en la cancha. La vacuna tiene diversos nombres. En Brasil la pócima se ha conocido bajo diversos nombres: Leónidas, Didí, Nilton Santos, Garrincha, Pelé, Zico, Romario, Ronaldinho, Ronaldo o Neymar; en Argentina como Di Stéfano, Omar Sívori, Ricardo Bochini, Mario Kempes, Diego Maradona, Ángel Di María y Lionel Messi, mientras que en otras partes del mundo se han llamado Puskás, Gerd Muller, Bobby More, Paul Gascoine, Zinedine Zidane, Andrés Iniesta, Stalin Rivas o Juan Arango.

Cuando este clase de jugadores magistrales aparecen en la cancha para ejercer su magia con el balón, no hay espacio para la violencia sino para la entrega y el deleite del juego.
Un sombrerito de Pelé para clavar un golazo el en Mundial de Suecia; la gambeta cortica de Maradona antes de emprender su inolvidable carrera hasta el arco de Inglaterra en México 86; o el tanto irreverente de Arango para consumar el histórico Centenariazo de la Vinotinto en Montevideo, son la dosis supremas de arte, belleza e hipnotismo para mantener a los aficionados con los ojos saltones, clavados en lo que sucede en la cancha, sin más pensamientos que vivir esos momentos de absoluta felicidad que otorga el juego. Sin embargo, hay quienes se empeñan en tener tropas de asaltos por jugadores. Y cuando el fútbol aburre, los barras bravas buscan desquitarse.

Margaret Thatcher combatió a los hooligans con la privatización del juego

Inglaterra se ha tomado como el mejor ejemplo para combatir a los violentes del fútbol, los llamados hooligans, que causaron tragedias abominables como las de los 39 muertos en la final de la Copa de Europa de 1985 entre la Juventus y el Liverpool o la de Hillsborough en 1989 que dejó un saldo de 97 fallecidos y 788 heridos en las semifinales de la FA Cup disputada por Liverpool y el Nottingham Forest.

Las medidas que tomó el gobierno de la dama de hierro Margaret Thatcher fueron tan radicales como las que impuso su gobierno contra los obreros y sindicatos de su país: privatizó el fútbol. Los clubes en Inglaterra siempre habían sido la principal distracción de los trabajadores y había sido la clase obrera la que impulsó la creación de los históricos clubes de ese país. Pero Thatcher decidió cambiar las leyes.

Primero su gobierno otorgó cuantiosos recursos a los clubes para modernizar a los vetustos estadios. La modernas canchas ya no tenían zonas baratas para los aficionados que antes veían los partidos de pie, sino asientos de lujos y zonas VIP. Los boletos cuadruplicaron los precios para que la clase alta con más ingresos ocupara los asientos de los asalariados ya no podía darse el lujo de pagar para ir a respaldar a su instituciones.

Para los que ya no tenían cómo comprar un boleto apenas quedó la migaja de un partido semanal en señal abierta y el resumen de la jornada ofrecido por la BBC de Londres. Para ver el resto de los partidos, hay que pagar a precio de oro la suscripción a Sky Sport del magnate australiano Rupert Murdoch, dueño de los derechos de transmisión de la Premier League, cuyos clubes también dejaron de ser de los trabajadores y pasó a manos de millonarios rusos, estadounidenses y jeques árabes.

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