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Vicente Vega, a 8 minutos del cielo

Zico toma impulso y se inclina sobre la pelota. El reloj del partido, que es el reloj de toda Venezuela, marca el minuto 82 y el país se aferra a las manos milagrosas de Vicente Vega. Para el astro brasileño todo es cosa común, aquello a lo que ha sido habitual en tan ilustre carrera en los campos de América. Para Vega no; porque él sabe, cómo no lo iba a saber, que detener aquel balón iba a ser la catapulta que lo iba a impulsar, sin necesidad de penitencia, al cielo de todos los tiempos. Penal. Zico pega con su derecha y el arquero venezolano, jugándose la vida y con el alma nacional adherida a sus guantes de magia, se lanza, se estira, se alarga, pero no.

La bola entra y la Vinotinto ha quedado a ocho minutos de la grandeza y salva a Brasil del bochorno de haber empatado con la selección venezolana. El cielo ya no espera, ha cerrado con siete llaves sus enormes portones, pero ha quedado en la memoria, macerada, aquella jornada de tanto sacrificio…

Vicente Vega se ha ido, y Freddy Rosas, nuestro querido compañero de estudios y de afanes periodísticos, lo concebía como el más grande arquero venezolano de todas las épocas. Nos cuesta calificarlo así porque rechazamos las comparaciones, pero dando pasos atrás, mirando a través de los espejos de la historia, habrá que decir que ninguno de los grandes cuidadores del arco nacidos en el país ha tocado la gloria como la rozó el entonces joven, que a sus setenta años de edad que cumpliría la próxima semana, estaba dedicado, en la placidez del retiro, a la pesca en su natal Maracay.

Hoy la selección nacional ha empatado dos veces con Brasil, sí, pero nada como aquel momento cuando aquella gesta era una quimera, la llegada de lo imposible en el prodigio del gran Vicente Vega…

Ver a Vicente Vega inspiraba respeto; cuando llegaba a los camerinos los compañeros no sabían si abrazarlo o esperar que fuera él quien los abrazara. Tenía ese aroma de los jugadores elegidos, esos que portaban el halo invisible de las victorias seguras. Renny Vega, su hijo mayor, heredó la vocación y el celo por el juego entre las maderas, y como el padre, vivió la grandeza siguiendo sus huellas.

Con Renny se podía ver a su lado el espíritu triunfador de Vicente, su arrebato de arquerazo, su amor incontenible por Venezuela. La bola está en el aire y Renny le sale al paso; la contiene, la mira, la despeja y la envía a kilómetros de distancia. En ella va, hasta el fin de los tiempos, Vicente Vega y los ocho minutos que lo alejaron del cielo.

Nos vemos por ahí.

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