Si se quisiera dirigir una mirada llena de promesas al Mundial de 2030, habría que dejar al pasado varado en los recovecos del olvido. No habrá manera de comparar nada, porque nada hay que comparar. Aquello fue aquello, y esto es esto.
La VInotinto, con mixtura de jugadores y con las ganas puestas, ha querido hacer ver que en ella casi todo es nuevo. Y no se puede negar que, en medio del desierto y con poca agua, algo se ha ido construyendo. Hubo contrastes, porque siempre los hay cuando se pretende tener una idea fresca. Ante Argentina se bregó para mantener el partido, con Australia hubo más osadía y búsqueda, frente a Canadá, con el resultado ante los australianos en la mano, atrevimiento. Es decir, tres rostros del juego que se puede interpretar como de falta de coherencia, o también, como ductilidad, es decir, capacidad de adaptarse a las circunstancias según el partido y el adversario. No es normal que las grandes selecciones sometan su fútbol a lo que diga el otro; al contrario, son ellas las que dictan las leyes y es el otro el que debe doblegarse y esperar por la iniciativa del mayor.
Es posible que Oswaldo Vizcarrondo y Fernando Aristeguieta hayan trabajado estos partidos bajo los mismos preceptos, porque al final de todo han sido compañeros en el Caracas FC y en el Nantes francés; allá fueron, junto a Gabriel Cíchero, en el mismo avión. Estos puntos de partida, causas en común, puede ser que vayan desembocando en unas concepciones de fútbol coincidentes. Y cuando llegue la hora de enfrentar, en el próximo Premundial Suramericano a sus adversarios de región, tendrán frente a sí la misma interrogante: ¿nos mantenemos a la expectativa como por muchos años fue, o, atendiendo a la condición de que ahora somos tan competitivos como el mejor, sin aprensiones ni silencios que nos hagan callar, vamos por ellos con las armas cargadas y listas para el ataque?
No es posible negar que algo, o quizá mucho de esta última actitud iconoclasta se plasmó en los tres partidos. Unas veces más que otras se pudo palpar en los jugadores no solo cierta temeridad, sino la pérdida de aquel temor a no perder. Y habrá que dar crédito al equipo que sin la estelaridad, Salomón Rondón, Jefferson Savarino, Josef Martínez, Yeferson Soteldo, José Martínez, salió a hacer valer la nueva personalidad futbolística del escuadrón. Aun no cabe hablar de identidad, de decir “así juega Venezuela”, porque son muchos los tubos a los que hay que limarle las asperezas, pero por ahí se va, en busca de lo que nunca se ha tenido.
Pensar que estas tres actuaciones son el comienzo de un despertar hacia el cenit del fútbol sería la máxima exageración, vaya usted a saber. Mas, también se puede creer que es el comienzo del comienzo, el primer paso de la rueda imaginaria que ha dado la primera vuelta y que solo se detendrá en el Mundial de 2030.
Las cadenas invisibles
Como perseguidos por un mal endémico venezolano, como castigados por espectros del pasado, los jugadores de la Vinotinto parecen atenazados cuando ven de cerca los arcos rivales.
No es miedo, de buen decir, sino una nube oscura que se cierne sobre ellos en el instante supremo, en el “momento de matar”, como se dice en términos taurinos.
En los tres juegos dirigidos por Fernando Aristeguieta, el ataque, azotado por sus cadenas invisibles, solo marcó un gol, ante Australia, y falló en sus intentos decenas de veces. Es, en el fondo de las cosas, un asunto de mentalidad, de no querer inconscientemente asumir la responsabilidad del delantero con él mismo, de traspasar la frontera que divide lo normal, que es fracasar, con lo divino del éxito.
Y tal parece que este es un aspecto del fútbol al que, a diferencia de otros más técnicos, cuesta llegar.









